
Arnulfo e Indiana llegaban a su modesta morada todas las noches luego de una larga jornada gritando:
¡CRAYONES, CRAYONES DE TODOS LOS COLORES!
Mientras Indiana recuperaba su voz con algunos sorbos de agualluvia recogida de las hojas de una palmera enana que creció al lado de su cambuche, Arnulfo guardaba en una bolsa de plástico aquellos crayones que no se vendían porque se quebraban. Esos crayones eran sus más fieles compañeros, pues le ayudaron a dejar toda su vida en las paredes de la ciudad a través de sus dibujos que siempre firmaba con una "A" en la parte de arriba.
Mi madre descansa ¿En qué le puedo ayudar?
Arnulfo nunca olvidaba la advertencia que su madre le hacía:
Hijo, nunca le abras a nadie desconocido, pues tengo muchos enemigos y muchos de ellos son amigos del mal
Por eso, esta vez abrió, pues el ruidoso visitante era el dueño de los crayones que Indiana vendía. El tosco hombre, que siempre usaba una chaqueta roja de mangas verdes, no acostumbraba a ir a casa de Indiana, pero el remedo de capitalista poderoso había oído que Indiana no dejaba las utilidades suficientes con la venta de los crayones.
Si, Arnulfo conocía la advertencia de su madre, pero su edad no le daba mucho para entender que, a veces, los conocidos también caben en la categoría de enemigos y más aún cuando hay dinero involucrado.
Despierta a Indiana pequeño, es urgente.
Dijo el tosco hombre con voz penetrante. Mientras, el niño, obediente, corrió los cuatro pasos que hacen falta en la pequeña casa para llegar a su madre:
¡Mamá, mamá! Don Isaías llegó. Quiere hablar contigo.
¿Lo dejaste pasar, hijo?
Le reclamó Indiana con ternura al mismo tiempo que se desperezaba y trataba de organizar su desaliñado cabello. Se levantó y se encontró con la tosca humanidad de Isaías cuya mirada se traducía en un reclamo:
¿Qué pasa Indiana? Tus números no me convencen
Acto seguido se dio cuenta de que el pequeño Arnulfo estaba dibujando con los crayones en un pedazo de papel periódico que prestaba sus letras para el lienzo de un incipiente pintor. El hombre estalló cual esposo borracho y sacudió a la mujer rompiendo la improvisada pared del cambuche. El delgado cuerpo de Indiana quedó a merced de la lluvia que minutos antes había empezado a caer. La lluvia se confabuló con el frío y los débiles pulmones de Indiana, que guardaban una fuerte historia de pulmonías y neumonías, empezaron a desprender una tos alarmante que obligó al pequeño a sumergirse en el aguacero para socorrer a su madre.
Mientras, el desilusionado patrón se dejó llevar por la apariencia de haber sido robado y acabó con las otras tres paredes del cambuche y recogió la mercancía, corriendo hacia su Ford del año 49 para escapar de la lluvia.
Arnulfo no hallaba la manera de que la lluvia no siguiera robándole respiros a su madre. Levantó los restos de su hogar y buscó ese edredón que los arropaba a los dos todas las noches... Indiana dejó de toser, de respirar, no dijo ninguna palabra. Arnulfo gritó y lloró:
¿Donde está mi madre ahora? ¿Y donde demonios están mis crayones?