miércoles, octubre 26, 2005

¡Me bebí un Streaptease!

Wilson, un joven moreno, vestido con un chaleco de paño verde gastado y barato, como cualquier mesero, extendió su brazo.

- Don Fernando - Me dijo –. Acá está su favorito, un martini seis, como usted le llama.

Sonreí, le di las gracias y me senté acompañado de ese trago que ahoga, cada noche, el agobio de las voces de la rutina y el tráfico taponado de carros, pasiones y razones.

Al primer Sorbo, un saxo desafinado empezó a entonar un tango que se las arreglaba para llegar a mis oídos cansados, evitando los cantos estridentes de los borrachos y los pedidos del ingrediente etílico que empezaban con un grito imperativo de algún borracho llamando a Wilson.

Al segundo sorbo el anfitrión vocifera por un micrófono mal calibrado:

- ¡Señores, suelten sus copas y alisten sus palmas para recibir a Stefany! – alargando el final del nombre hasta que la respiración resistió, el robusto anfitrión le roba el estilo a los comentaristas deportivos al cantar un gol.

Un tercer sorbo anuncia la llegada de Stefany y la copa que distorsionaba mi vista, hacía las veces de telón a medida que la quitaba de mi cara al terminar el sorbo, dejándome ver a una mujer atlética vestida con un enterizo de cuero azul y naranja, pegado al cuerpo, recordando a las villanas de las tiras cómicas.

El hombre del saxo empezó a imitar, sin mucho éxito, un Jazz afro americano de los años sesenta del siglo que acaba de pasar. Por su parte, Stefany se ayudaba con un cilindro de acero que llegaba hasta el techo naciendo del piso de la tarima. El baile convirtió al cilindro en un brillante bailarín de plata que la sostenía en el aire como en las mejores piezas del ballet.

El cuarto sorbo fue el preludio de la piel expuesta. Seguí con mi mirada las uñas rojo carmesí que halaban lentamente el cierre poco a poco hasta unos centímetros más abajo del ombligo; un óvalo vertical perfecto y seductor. Brazos y piernas se liberan con gracia del cuero.

El hombre de la batería inició una percusión caribeña y más acelerada.

- ¡Eso! – gritaron los borrachos y chocaron copas al ver los hombros de Stefany que se sacudían con el sabor del trópico de donde era oriunda.

Calculé dos sorbos más para acabar mi trago y salir. Tomé el quinto, Stefany lo acompañó y se desabrochó el sostén dejando al aire sus redondos y perfectos pechos que, automáticamente, robaron silbidos y comentarios de fuertes tonos de los embriagados.

De pronto los ojos miel de la exótica bailarina, que se podían adivinar a través de esos rizos negros que caían sobre su cara por acción del baile, se clavaron en mi copa con una mirada sensual que levantaba las cejas invitándome a tomar ese último sorbo para desnudarla. Me dio la espalda con una risita pícara y me hizo esperar un poco más para decidir tomar ese último sorbo.

Un sostenido en mí bemol del saxofón y el eco del platillo que marcaba el final de la intervención de la batería, fueron la banda sonora de mi brazo estirado, brindando por el intercambio inminente de un sorbo de mi martini seis por una pequeña prenda que inauguraba el erotismo de mis ojos. ¡Qué final, el mejor martini que me he tomado en mi vida!

Stefany me sopló un beso y se dio la vuelta tras la típica cortina roja que separaba al público de lo verdaderamente íntimo en esa mujer.

Me puse de pie, caminé hacia la barra y le extendí el brazo a Wilson con un billete grande:

- Guarda el cambio – Le dije guiñado el ojo –. luego tú invitas.

El joven se río educadamente y me dio las gracias.

Salí del bar y el frío me pegó en el cuello, subí la solapa de mi gabardina para cubrirme un poco y paré un taxi que poco a poco me alejó del recuerdo de un buen trago antes de dormir.

- ¿Mucho traguito patrón? – me dijo el taxista, tal vez notando mis ojos distraídos.

Recosté mi cabeza en el espaldar del asiento, sonreí y le dije:

- No mucho, ¡sólo me bebí un streaeptease!

sábado, octubre 15, 2005

Vendedor de Visitas (Segundo Acto de Paranonía y Pinceles)


Muchos se preguntaron por el paradero de Arnulfo luego de conocer su suerte y la de su madre. Otros, aquellos que compraban retratos de lugares visitados, tuvieron noticia de Arnulfo pero sin conocer su pasado. Sí, Arnulfo desde hace 15 años, se había dedicado a darle vueltas a lo que él conocía como mundo: algunos sitios turísticos, una que otra casa de caridad y las calles conocidas de esa cuidad que contiene su memoria en las paredes. Ahora, en agradecimiento con esta cuidad que le había servido de lienzo, este huérfano artista decidió retratar cada lugar que visitaba y vendía los retratos al mejor postor: un turista maravillado con algún sitio histórico de la cuidad o uno que otro pintor aficionado que quedaba encantado con el talento de Arnulfo. Se había convertido en un vendedor de visitas.

Un par de tenis de lona descastados, unos pantalones cortos y un saco de lana con las mangas descubiertas eran su atuendo diario.

Pareciera que nuestro amigo llevara una vida tranquila, pero en las noches la historia era distinta. Una vez cerraba los ojos, la imagen de Indiana tosiendo, luchando por respirar con bocanas de aire gigantescas que apenas le dejaban seguir con vida, aparecía ante sus ojos. En ocasiones, la imaginaba gritándole y regañándole por no hacer uso adecuado de los crayones. Es cierto, la culpa mataba a Arnulfo todas las noches, con pesadillas, sudor en la frente y con juez producto de sus fuertes alucinaciones que había empezado a tener hace algunos meses. Este juez, todas las noches le ponía duras pruebas:

- Muchacho – le decía una voz ecoica que parecía del más allá pero que sonaba en el más acá, de tono grave y ajusticiador – tus pasos serán pesados, y tus manos y brazos tendrán que fortalecerse. Por esa razón, estarás condenado a pintar con esos brazos de acero forjado en las llamas de tu culpa por que tus brazos no alcanzaron a salvar a tu madre.

- ¡Yo hice lo que pude! - Arnulfo rompió en llanto – cuando el cambuche cayó hice lo posible para ayudarla, pero ella tocía y tocía y sus pecho silbaba con fuerza; yo busque la frazada para abrigarla – tartamudeó un poco, se secó las lágrimas con sus guantes blancos que siempre estaban exageradamente limpios – pero todo fue inútil, todo fue inútil. ¡Todo fue inútil! – terminó con un estruendoso grito empuñando sus pinceles, como si fuesen espadas que quisieran callar la culpa.

- El dolor es tu condena muchacho, – le respondió con fuerza el representante de la culpa poniéndole el dedo amenazadoramente en el pecho y enterrándolo como si quisiera llegar a su corazón - no tienes el derecho de hacerte de amor o de amistad, porque no fuiste capaz de responder a los cuidados quien te quisó. Por eso, estarás condenado también a la soledad y no podrás más que hacer que tus pinturas muevan las fibras de quién las vea.

El llanto de Arnulfo se tornó agudo y penetrante, tanto que un veterano de guerra le escuchó y le acompañó consolándolo. Pero Arnulfo, que sentía sus brazos pesados y su cabeza caliente le respondió con fuerza que se marchará, que él nada podía hacer y le empujó haciendo que su boina cayera al suelo.

- Quédatela – le dijo el anciano levantándose y sacudiéndose el polvo – de todas formas ya estaba vieja y parecía reclamar otro dueño.
Mientras se alejaba ese hombre, Arnulfo suspiró, se secó las lágrimas y le dijo:

- No, espera – estiró el brazo con el retrato de la calle en la que estaban - llévate esto. Que sea el recuerdo de tu visita.

El hombre sonrió tímidamente con un pequeño gruñido de aprobación y sin decir nada, caminó unos cuantos pasos y empezó a llorar tímidamente, tres lágrimas se escurrieron, pero su machismo no las dejó correr más que unos centímetros por sus mejillas.
-Después de todo, mi nieto es un buen hombre -. Pensó.

Pasaron algunos años y el misterioso veterano murió con la felicidad de encontrar a su nieto, pero antes, le dejó una carta a Arnulfo que decía:

En pocos días, un hogar te recibirá con manos abiertas y serás protegido de toda culpa. Indiana te cuida con mi presencia.

Arnulfo nunca supo que el veterano era ese abuelo que no lo había querido reconocer. La intrigante conexión con Indiana y el anciano, más el miedo por las acciones del justiciero le hicieron aceptar la propuesta, pues el recuerdo de la frase “estás condenado a la soledad” parecían ser la demostración de que el justiciero estaba cumpliendo su promesa.

Se internó entonces, por su propia voluntad, en un hospital psiquiátrico en dónde lo esperaban recomendado por el teniente Arnulfo López. El gesto de la pintura había convencido al arrepentido abuelo de resarcir la indiferencia frente al nacimiento del vendedor de visitas.

A la larga, los pinceles terminaron siendo sus amigos, y sus dibujos y pinturas, parecían cambiar las cosas en el afuera.

miércoles, octubre 05, 2005

La leyenda del renacimiento de Hihán


El equilibrio de energías, esperanzas, posibilidades y proyecciones a futuro se ha perturbado en la vida de Hihán. Su armadura le pesaba lo suficiente como para que la pereza agobiara sus pasos, sus motivos, sus fuerzas, sus movidas con su punzante y delgada espada. Tenía todo lo necesario: una armadura muy fuerte, una espada poderosísima, forjada por los mejores herreros y poseedora de las historias más bravías de éxito estratégico y militar. Era la legendaria espada de las batallas que liberaron su dinastía de la opresión de los emperadores corruptos. Pero aún así, su espíritu estaba enfermo.

Esa legendaria espada, Hihán la había heredado de su protector, Pharean, quien lo encontró hace poco más de una década abandonado en una carroza campesina llena de paja a pleno rayo del sol. Pharean vio en él la oportunidad de hacer que sus mejores habilidades y conocimientos acerca de la vida encontraran el camino que su infertilidad le había negado. A Pharean no le importaba la proveniencia del misterioso niño a quien más adelante, en honor a su padre, le llamó Hihán; lo único que le interesaba era que, ahora, la vida le había ofrecido la oportunidad de hacer que su sabiduría y toda la herencia cultural de su dinastía no muriera con él, pues la enfermedad ya era amiga de su cuerpo y sus brazos y piernas, habían perdido un ritmo que el viento envidiaba.

Hihán, portador de una herencia incalculable en términos políticos, culturales, mágicos y militares, fue educado a desvelos por Pharean; recibió instrucción en estrategia militar, en las reglas éticas basadas en la sabiduría de la naturaleza y el curso del Tao, en las artes de la persuasión, el camuflaje y, claro, en el manejo de la armadura y la espada, la legendaria espada de su abuelo adoptivo Hihán, que merecía un portador experto no sólo física, sino emocionalmente.

A pesar de la excelsa educación de Hihán, su momento espiritual estaba totalmente desequilibrado, sus fuerzas estaban en el mismo nivel que su enfermo padre antes de morir. Pero Hihán no estaba enfermo, simplemente había descuidado su disciplina, pues ahora que es el miembro mayor de su dinastía, dejo de entrenar y meditar y una gran responsabilidad empezó a demostrar que, en ocasiones, no es la mejor compañía para la juventud.

El momento espiritual de Hihán empezó a sumergirlo en una pasividad perjudicial para él y su dinastía. Ante el señalamiento imponente de algunos de los sabios viejos de la comunidad, Hihán empezó a regalarle culpas a la monotonía y a la ignorancia de no conocer la razón de sus afecciones. Muchos se daban cuenta de que Hihán no estaba obrando con maldad o despreocupación, pero su espíritu estaba ensimismado en una paz ficticia.

Una mañana, después de levantarse a causa de fuertes pesadillas sobre la muerte de su padre, del agua del antejardín de su mansión, empezó a surgir la figura de Pharean:

-hijo- dijo con una voz ecoica que le daba un aspecto angelical y tenebroso al mismo tiempo - tu muerte se ha hecho necesaria ¡Muere hijo, muere!-

Los ojos abiertos de Hihán, que estaban acompañados de sus pobladas cejas arqueadas y levantadas, no fueron una reacción extraña, no ante la aparición de su padre adoptivo, y sí por la extraña petición que le hizo. Sin pensarlo dos veces, tomó la legendaria espada de su abuelo y llevo a cabo el Sepukku una técnica samurai de suicidio espiritual que consistía en un corte horizontal en el vientre que tenía como resultado la exposición de las vísceras y aseguraba una dolorosa y lenta muerte.

Sus ojos se cerraron después de un largo lapso, aún para el que no estuviese herido. El tiempo pareció mezclarse con el espacio, su cuerpo empezó a alivianarse, la armadura le persiguió y se posó sobre su cuerpo ahora más fuerte, su espíritu de nuevo se encontraba en equilibrio perfecto con la naturaleza que llenaba su ser y la legendaria espada de Hihán se pegó a sus manos como una extremidad más.

Tan extraño fue el renacimiento de Hihán como la aparición Pharean. Todo ocurrió así, efectivamente y fue sólo la decisión de Hihán de no dudar en su necesidad de morir la que forjó la base para su renacer.